Quito, 16 de septiembre de 2003
Las historias de los pueblos o grupos sociales en desventaja que conozco se parecen más al círculo de desgracia por el que atravesaron Ruth y Noemí al inicio del libro que a todo el esfuerzo esperanzado que llevaron a cabo luego esas dos mujeres, y a sus resultados finales.
No es que los/as pobres ya no luchen por sus derechos y reivindicaciones, pero tengo la impresión de que están cansados y heridos y no encuentran luces cercanas que iluminen sus esfuerzos. Me refiero a los/as más pobres, a ellos/as que solo tienen la posibilidad de ser observadores del transcurrir nacional y mundial sin casi ningún tipo de oportunidad de respuesta frente a lo que acontece. Varios de ellos/as se esfuerzan por sobrevivir pero su pobreza no solo económica sino también y sobre todo de identidad, de afecto, de libertad, consume sus capacidades más elementales para existir dignamente, aunque sea en lo íntimo.
A ellos/as, cuya capacidad de resiliencia parecería estar muerta y su anhelo de días mejores parecería no convocarles, preferiría no acercarme, pues me contaminan, me hieren… lastiman mi humanidad, mi frágil utopía. Pienso que es a ellos/as a quienes
Dios nos ha invitado a servir y apoyar, pero, al descubrir su inercia, al no encontrar alguna característica aunque sea inmadura todavía de las expresadas por Ruth y Noemí, que no dejaron de gritar a pesar del frío del dolor, ese dolor indescifrable del hambre, el destierro, la viudez, el abandono, todos juntos a la vez…, me muero.
Imposible, no es que los culpe, al contrario. Los miro y es como si viniera en un chispazo a mi mente todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos devastado. Haberle quitado a alguien su elemental capacidad de sacudirse, de revelarse, no siquiera de proponer algo, solo de soñar o de aprovechar alguna oportunidad que por ahí asome, es terrible.
Claro, la mayoría no se ve a sí mismo/a cuando los mira a ellos/as y es fácil acusarlos de paternalistas, de facilistas, de cómodos, de vagos, en fin. Yo no los/as culpo, me culpo, a mí misma y como humanidad, pero no puedo caminar junto a ellos/as. No ahora. Puedo hacer cosas para ellos/as, pero no más.
Pero, gracias a Dios, existen quienes todavía se perciben a sí mismos y es más fácil reconocerlos como personas, abatidas por la pobreza y las desgracias, con poquísimas oportunidades, pero con mayores indicios de humanidad. Luchan, no siempre con elevados estándares éticos o con una comprensión propia e integral de lo que es desarrollo o de lo que buscan, pero quieren y creen que pueden vivir diferente.
Ellos/as cotidianamente luchan de forma individual o en pequeñas asociaciones, percibiendo el progreso como una reivindicación más bien personal o familiar, no alcanzando a ver con claridad toda la estructura que sostiene su pobreza. Cuando se tropiezan con las barreras que interrumpen sus esfuerzos, esas barreras ajenas que jamás las pudieron prevenir, entonces empiezan a descubrirse como parte de los/as otros/as afectados por males similares, y a observar como los derechos de todos/as son sistemáticamente desconocidos.
Ellos/as me despiertan más esperanza, aunque es una esperanza trunca, a corto plazo. Es como ver a Ruth recogiendo espigas, hasta el día de su muerte. Es como saber que Booz jamás va a hacer efectivo el derecho que le corresponde a Ruth y a Noemí de poseer la tierra y siempre las va a contentar con su bondad a medias.
Por ahí andan también los intelectuales, esos que surgen de entre los mismos pobres con oportunidades, o de entre los de clase media o los ricos sensibilizados. Ellos ya pueden realizar diagnósticos más precisos de la realidad y propuestas más claras, parecerían a ratos que en una de estas le atinan con la receta precisa, y si por ahí hay suerte, alguien que está en el poder la acoge y la aplica…Pero más son las voces que metódica y planificadamente pretenden convencernos de que no son posibles los caminos diversos, que solo hay uno, la globalización sin justicia ni equidad, el libre comercio sin personas libres, el dominio del poderoso, la primacía del más fuerte, el preferible silencio y resignación del oprimido/a…
Así veo y siento a América Latina y quizá a África y a varios países de Asia, en relación a la lucha por la reivindicación de sus derechos. Hay los/as que ignoran, hay los/as que duermen, hay los/as que pelean pero no alcanzan, hay los/as que proponen pero no son oídos, hay los/as que oyen pero prefieren venderse, hay los vendidos que nos engañan y convencen, hay los/as engañados, hay/as los desesperanzados, hay los/as que persisten…
Creo, aunque sea en un rincón pequeño de mi corazón idealista, que es posible que en América Latina se lleven a cabo luchas como la de Ruth y Noemí, pero creo que para eso el pueblo de Dios debemos librar batallas asiduas y permanentes de humanización de lo deshumanizado. Debemos trabajar airosamente por la construcción de dignidad, de conciencia de derechos y conciencia de procesos. Ruth y Noemí no lograron en un momento restablecer para ellas y como ejemplo para otras, los derechos de las viudas, pobres y extranjeras. Para lograrlo, intervino una serie de valores, principios y capacidades arraigados profundamente en sus vidas, que en esas condiciones de dolor y explotación se pusieron a prueba.
Entonces intervino la solidaridad entre ellas, la cual fue la base de su decisión de salir adelante. Intervino su capacidad creativa para buscar opciones de salida, su humildad para comenzar por la misión más sencilla: recoger espigas, haciendo valer un derecho que en la conciencia de muchos estaba casi olvidado y parecía similar a pedir caridad. Su paciencia para esperar la sensibilización progresiva de Booz, aceptando sus gestos de compasión incompleta, sin saber que a la larga se pondría verdaderamente de su lado. Su perseverancia, su fe.
Esas son las condiciones que como pueblo de Dios debemos trabajar por construir en nuestra Latinoamérica, para que sea posible el restablecimiento definitivo de nuestros derechos.
verodelatorreg@yahoo.es
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