domingo, 11 de enero de 2009

Discurso a los graduados del CIF (curso de faciltiadores)

Hemos recorrido algunos meses juntos, viviendo momentos intensos que sin duda nos han redefinido…

Empecemos por decir que vinimos a este espacio con el afán de añadir a nuestra mochila de la vida, (o al maletín, dependiendo de la edad), algunos conocimientos, algo así como para estar al día con los nuevos avances teóricos. Camufladamente, también vinimos para hallar algunas pistas que disipen nuestros propios laberintos y claro, también que sirvan para guiar a otros en los suyos… Vinimos sin saber bien a qué veníamos…ni qué traíamos...

Llegaron las primeras clases y mientras nuestra mirada sistémica del mundo y la familia, empezaba a cobrar afinidad, las finas sensibilidades del estómago, comenzaron también a removerse. Entonces, junto a las lecturas llenas de términos desconocidos, los genogramas, y el compartir, empezamos individual y comunitariamente a miramos, sí, a mirarnos con ojos nuevos, cual si un velo protector que hubiera resguardado por años nuestras preguntas, nuestras quejas, nuestros dolores y necesidades, por fin se replegase. Con ello, el equilibrio pareció desmoronarse y en la garganta nació una cierta ansiedad que llamaba al estado anterior, a la normalidad de los días que ocultan en sus latidos rutinarios, la tristeza. Sin embargo, el cobijo del grupo pudo más, y cada quien recibió el coraje para permitirse remover las entrañas, y avanzar…

Y fue así como nos preparamos para recibir el módulo de comunicación, ¿cómo? comunicándonos, desarrollando nuestra capacidad para escucharnos, sin juicios, sin consejos, pero con todo el corazón y el cuerpo, abriendo para el otro un espacio seguro para hablar, y para llorar. Este sendero nos permitió descubrir que, a veces, después de haber cargado por tanto tiempo solos nuestro ser en hombros, no existe mayor consuelo que recibir el permiso para llorar junto a otro, que no hay mayor descanso que sabernos liberados por el otro y exentos de culpa por el hecho de sufrir. Sí, ahora sabemos que la vida no tiene que ser siempre bella, y que a veces es necesaria la expresión genuina del dolor, para que surja de ella una nueva alegría: sencilla, suave, sin aspavientos, sin frenesí, pero verdadera…

El módulo de intervención en crisis fue el clímax, no solo porque ahora éramos nosotros los “pacientes identificados”, y las emociones “normales”, “naturales” y “necesarias” surgían por doquier, sino también porque ahora podíamos mirar con mayor claridad las oportunidades que las crisis vividas nos habían dejado, y las potencialidades y virtudes que sin ellas, no habrían podido nacer. Además, nuestra amistad se fortaleció, extrañarnos y anhelar los viernes para estar juntos, ya era parte de nuestra vida.

Llegó el módulo de mediación, ufff! dijimos algunos, por fin llegó el momento de centrarnos en solucionar los problemas de los otros olvidándonos de los propios… qué error, no sabíamos que aprender la metodología para mediar no nos libraba de la responsabilidad de luchar con nosotros mismos. Sin embargo, nos fuimos dando cuenta que el proceso de dejar nuestras debilidades en el ayer, no sería breve ni fácil, pero mientras avanzamos, y si al avanzar caemos, pues bien, como dicen nuestros profesores: “bienvenida sea la condición humana”.

Y ya con mucho “apego” entre nosotros, llegamos al final, al Módulo de Padres eficaces, recorrimos el mundo emocional de nosotros cuando niños, y de nuestros hijos quienes somos padres, y vimos como con frustraciones y aciertos se tejen vidas, haciendo de la misión de padre y madre tal vez la más importante de entre todas las responsabilidades humanas. Volvimos a vernos pequeños, con ojos grandes y de esta mirada surgió nuevamente el deseo de ser mejores, para hoy, o unos años después, poder entregar a Dios y al mundo, mejores seres humanos.

Fue así nuestro camino, la profundidad del corazón se descobijó en cada paso, y desde el gesto espontáneo, hasta la palabra prevista, rebeló el ser…Nuestros pasos se enlazaron sin querer y hoy, nos miramos y nos vemos distintos, o quizá simplemente nos vemos mejor, sí, pues podemos ver el alma frágil, esperanzada, añorante, vemos desde su mundo y su dolor, su miedo y su valor, vemos las huellas que sus pasos han dejado, vemos desde el ombligo, desde la entraña y desde el nervio más sensible de la piel. Permitimos que el ardor del otro queme, y su hielo congele, y a la vez nos llenamos de lo nuevo que su compartir ha despertado en nuestras alma, lo nuevo que su dolor ha desnudado, lo viejo que su dolor ha hecho nuevo.

verodelatorreg@yahoo.es

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